El loco de los pajaritos
El loco de los pajaritos apoyó el vaso vacío de té con ron y miel en su mesita de luz de mimbre de cuatro patas, dio una larga pitada de humo al tabaco que estaba fumando y, cuando exhaló, dejó de ver por unos segundos porque la humareda nubló su vista. Largó todo el aire que le quedaba en los pulmones. Recién terminaba el partido entre Racing y Aldosivi y, para su suerte y deseo, había sido un encuentro con goles. Dos para La Academia, precisamente. Cero para los verdes y amarillos.
El loco de los pajaritos era profesor de matemática. Su nombre era Raimundo Mushcatsz, pero ante lo feo y difícil de pronunciar, se hizo conocido por su temita con las aves. Cuando estaba en la pizarra, solía decir: “Cada vez que se divide por cero, en el mundo se muere un pajarito”. La regla inquebrantable de la ciencia exacta, esa que trastorna a tantos en el secundario y cataloga a tantos otros como genios. El estudiantado que lo disfrutaba hablaba de cualquier cosa menos de matemática cuando salían de su aula. Pero ojo, no es que no aprendían números. Lo que pasaba realmente era que, efectivamente, aprendían desde el Teorema de Thales hasta las matrices algebraicas. Sin embargo, de una manera poco convencional: enjaulados eran todos Pitágoras, pero cuando abrían las puertas y los dejaban volar, conseguían ser ellos mismos.
El loco de los pajaritos también era conocido como el loco de los pajaritos que viven por el fútbol, pero era demasiado largo, por eso la versión resumida. Tenía aproximadamente 37 años, nadie sabía bien. El balompié y los pájaros tenían una conexión legendaria, era un lazo poderosísimo según el loco. Lo explicaba así: “La pelota es redonda. Cuando rematan a veces se ovala, ergo, parece un cero. Entonces, si parece un cero y cada vez que se divide por cero en el mundo muere un pajarito, cada partido que empiece y termine cero a cero provocará la muerte de algún pajarito en el mundo”.
Aquel sábado se había encerrado en su casa a ver únicamente la Superliga, para no tener que cargar con la culpa de saber qué tantos otros pajaritos estarían muertos a causa de las demás ligas del mundo. De todas formas, siempre estuvo más interesado en lo que ocurría en el ámbito local porque afectaba directamente a sus pajaritos, los que lo convertían en el loco de los pajaritos, justamente. La jornada había tenido un golpe bajo: Huracán-Estudiantes, un cero a cero horrendo, para el olvido. Esos 90 minutos carentes de emociones mataron del aburrimiento a Scuirrel, un pajarito del tamaño de un puño, color rojo carmesí. Al loco le gustaba aquel porque le hacía acordar a su juego favorito: “Angry Birds”.
Tenía una conexión profunda con las aves. Él cuenta que, así como los hinchas son desde la cuna, su historia se contaba sola. Había nacido en un nido, estaba destinado a vivir rodeado de pajaritos. No era capaz de distinguir si su madre había sido humana, si su padre el Halcón había sido realmente su padre Halcón o si su hermanita era una mujer-pájaro o al revés. Su casa en la Provincia de Buenos Aires estaba alejada de todo, salvo de la escuela en donde daba clases. Un piso era para la cocina, la cama, la tele y el baño. Por dentro era de madera, como si se encontrase en el interior de un árbol gigantesco, y la luz solar que entraba por los redondos ventanales de color verde pintaba el cuarto de color miel. Y había un segundo nivel: allí habitaban un millón setecientos tres pajaritos, ni uno más, ni uno menos. Todos con nombre y a veces hasta con apellido. De todos los colores de la tierra, que se veían reflejados hacia el exterior cuando les daba la luz. Aprovechaban el poder de los rayos, también, para ser faros de noche, volaban por los aires convirtiéndose en la vía láctea misma.
El loco de los pajaritos los amaba. Los amaba tanto como para sentirse uno más con la capacidad de volar. Podía pasar días y noches sin dormir con tal de admirarlos, acariciarlos y cantar con ellos. Sabían todo sobre él, los testigos de su vida. Por separado, eran cada fragmento de la vida de cristal del loco de los pajaritos y, lógicamente, sumadas conformaban el todo, es decir, aquella identidad por la que lo conocían en clase. La que buscaban adoptar sus estudiantes, porque el loco no sería aquel loco si no buscase compartir su locura con los demás. Le gustaba volar en bandada.
Y para volar le gustaba llenarse el estómago con té con ron y miel. Era su brebaje favorito. En la casa las prioridades estaban claras: costales y costales con semillas y alpiste, bolsas con frutas, bidones con agua y grandes cantidades de ron en barriles de madera. Su secreto: los dejaba destapados para que absorbieran el caldo del ambiente y que sus pajaritos también pudiesen beber, obviamente. La bebida de aquella noche le acarició el hígado y le calentó la panza. Por eso lo apoyó con tanta delicadeza, al finalizar Racing-Aldosivi, en su mesita de luz de mimbre de cuatro patas. Estaba dispuesto, se entregaría dos veces más, una por cada gol, al motivo y propósito de su vida. Hasta de las matemáticas se olvidaba y las muertes de las demás aves le dolían un poco menos.
Con los ojos ya cerrados, abrió sus brazos en su cama de dos plazas con patas de maderita para nidos. El viento sopló a través de los ventanales y lo sintió correr por su cabellera al estilo pájaro loco. Los labios se dispusieron a silbar y el loco de los pajaritos no pudo negarse, hizo piquito y, como el viento, también sopló. La piel se le hizo pluma, flotaba. Sus huesos perdieron consistencia y se ablandaron, listos para volar. Abrió, de golpe y sin avisar, sus ojos que ya eran pura pupila producto de la excitación. De sus brazos que ya no eran brazos o sus alas que no eran alas, se armaron dos bultos celestes, ovalados como un cero, de textura suave. De golpe y sin avisar, cerró sus ojos, extasiado. La humareda que provocó el humo que largó por el tabaco que estaba fumando empezó a disiparse cuando dos pajaritos empezaron a dar sus primeros aleteos. Uno tenía crestita. A ese le puso Churry. El otro, no tenía ornamentos en su cabecita. A ese le puso Licha.
Porque el loco de los pajaritos bien sabía que cuando un partido sale cero a cero en el mundo se muere un pajarito. Pero lo que más le gustaba del asunto no era la imposibilidad de dividir por cero, si no, la posibilidad de que de ese resultado tan espantoso pudiese nacer algo tan bello como un gol. Y que, de esa melodía armoniosa que brutalmente llaman grito, naciese algo tan hermoso y simple como un pajarito.