La guardiana de las cosas

La guardiana de las cosas

Marcela Muñiz odiaba que las personas tirasen cosas. ¿Por qué lo hacían? ¿Les habían hecho algo malo? No tenía sentido. Las trataban mal, las abandonaban, las margninaban del resto de sus pertenencias. Para ella los objetos contaban historias, porque mientras algunos se apoyan en los escritos para estudiar lo que narra el tiempo, ella estudiaba chucherías. Piedras preciosas, muñecos, botones, engranajes de relojes, monitores, CDs, teclas de máquina de escribir, cualquier cosa. Tanta cosa tenía en su casa que las paredes no podían recordar lo que era ser pared, el piso había olvidado su color y la cocina se sentía un restaurante famosísimo abierto un viernes a la noche.

Su hogar estaba en Villa Crespo, pero su vida transcurría en los mercados de pulgas. Todos los días se escapaba un ratito para sumar nuevos objetos a su colección para luego crear obras de arte. Marcela Muñiz encontraba en el reciclado la oportunidad de resignificar y crear nuevas identidades para las cosas olvidadas, porque creía que en la vida hay muchas oportunidades para crecer, descubrirse, redescubrirse y cambiar constantemente.

Vivía con su perro Pistu, con quien tenía sus diálogos más profundos. El can no solía responder, pero miraba con ojos abiertos a su compañera. Cuando una obra de arte le gustaba mucho, se babeaba y Marcela Muñiz iba a limpiar enojadísima. Pero se le pasaba rápido pues la carucha culposa de aquel Guaimarán le derretía el corazón.

Marcela Muñiz hacía arte con los objetos del mundo porque quería que no fuesen olvidados, en especial aquellos que le habían impactado como una ola que rompe de improviso en la nuca de un nene desprevenido. Caer en el mundo de las cosas olvidadas le parecía el peor destino para cualquier ser animado e inanimado. Era como ser invisible, pasaban de tener un valor, una historia, a la nada misma. Hasta que ella los encontraba y galvanizaba con shocks de corriente eléctrica provenientes de lo más profundo de su alma.

Jugaba con los objetos. Los analizaba, los limpiaba y los clasificaba para guardarlos en una infinidad de cajas en caso de que los necesitase. De esa manera, sabría siempre en donde encontrarlos, no estaría perdidos nunca más. Después les daba una nueva identidad. Por ejemplo, una vez se encontró un playmovil, esos muñequitos de corte taza con movilidad reducida. Era un bomberito, pero le faltaba el casquito. Lo empezó a equipar con piedritas y alambres. Le inventó articulaciones y fortificó sus músculos. Le quedó del doble de altura, el tamaño perfecto para evitar que una cola de libros se cayese, ornamento bellísimo para cualquier biblioteca.

Nunca supo de dónde provenía su imaginación, pero creía religiosamente que era imposible crear desde la nada. En algo se inspiraba, una acción disparaba sus neuronas creativas y la empujaba a inventar sus piezas únicas. Pero únicas en serio, porque no podían tener copia. Y eso que intentaba repetir hazañas, se tomaba el trabajo de volver a los lugares en donde había encontrado los objetos originalmente para ver si habían vuelto a perderse por allí.

Y así como usaba los objetos para entender la historia, aprendía con sus ojos aquello que quería transmitir a través del arte. Una noche de domingo, se sentó en su sillón hecho con tazas, monedas y plumas de más de doscientas especies de pájaro, a ver un partido de fútbol. No era un deporte que llamase demasiado su atención, pero no podía negar que una gran cantidad de las cosas que tenía en su casa provenían de la pelota: pines, llaveros, muñequitos, cordones y tapones. Como no sabía con qué se encontraría, acompañó su velada con un vino tinto y le pidió al Pistu que se siente a su lado.

-Basta de ladrar, ya sé que tengo que hacer algo con esto, ¿no viste cómo me sacudió los pelos?

​No podía creer lo que acababa de ver, la tomó por sorpresa. Dejó el vino, se ató el pelo dejando únicamente sueltos unos mechones blancos que le atravesaban el rostro y salió disparada a sentarse a su escritorio. Antes hizo una pausa y abrió la caja de las corbatas. Acababan de jugar Talleres y Racing, y recordó que tenía una a rayas blancas, celestes y azules petróleo. Aprovechó y se llevó unos botones blancos y brillantes. De otro cajón sacó un vinilo verde que recortó de tal manera que formó un rectángulo. Por allí suelto, porque aún no había logrado clasificarlo, tenía un gorro de Papá Noel color escarlata, que descoció para poder darle una forma circular que rodease lo verde.

Con la corbata formó un círculo del diámetro exacto para que contuviese el gorro de Papá Noel que se hizo pista de atletismo y el vinilo recién recortado que se convirtió en césped. Los colores de la corbata dieron vida a las hinchadas de Racing y Talleres. Los botones se convirtieron en focos de luz que iluminaron el césped. Allí estaba: una versión rápida y bella del Mario Alberto Kempes. Ahora tocaba unirlos para siempre. De inmediato, se puso a coser con hilo y alambres.

Como tenía que contar una historia de 90 minutos, decidió que armaría las acciones por separado y las metería a jugar en orden cronológico cuando le pidiesen que mostrasee lo que había hecho. Eso le explicó al Pistu, que ya estaba acostado al lado del escritorio. Marcela Muñiz se levantó de su silla y fue a buscar dos mostacillas rojas y dos broches celestes a los que le dibujó franjas negras y pantaloncitos azabaches. En el camino agarró su caja de tapitas que harían de cabeza y, como se dio cuenta de que los volvería a necesitar, se llevó su balde de broches. El perro ladró hacia donde se encontraban los palitos de helado y los trapo rejilla que nunca se usaron, ¡se había olvidado de los arcos!

Volvió a sentarse y gritó de alegría cuando vio que tenía a mano una cabeza de toro y un gorro de mago. Justo lo que necesitaba. Agarró la pelota de metegol y trazó un bochazo desde atrás de mitad de cancha hacia el área que defendían tres broches azul petróleo con franjas blancas de liquid paper, los jugadores de talleres. Uno de los broches de celeste y negro con la cabeza de torito puesta, peleó y ganó el balón. Con tanto rival acumulado, tenía la cancha libre para dar un pase y dejar mano a mano a un compañero con el resaltador naranja que hacía de Guido Herrera, el arquero. Al otro de Racing, le colocó en las patitas las mostacillas rojas, justo como el apellido de Matías, el jugador que estaba por enganchar. Marcela Muñiz vio perfecto cómo lo hizo: frenó, el defensor pasó de largo y abrió el pie inhábil para clavarla abajo del segundo palito de helado y gritar su primer gol con la Academia. Obviamente le colocó el sombrero de mago, se lo merecía.

Contenta con su primera obra, decidió armarse rapidito los jugadores restantes que necesitaría para después. Reforzó los postes por miedo a que se cayesen, porque recordó que en el partido tuvieron mucha actividad. Esta vez les tocó defender a los broches de Racing. Franco Fragapane en realidad era el juguete de una gacela que tenía por ahí, porque si no era imposible explicar cómo había dejado plantados a cuatro jugadores contrarios cuando encaró por la banda izquierda. ¡Fium!, pasó el delantero. Centró atrás y llegó Nahuel Bustos, cuyo diseño consistía en un broche con una capa que lo denominaba como la figura del encuentro. Marcela Muñiz había dibujado una sonrisa en la tapita que usó como cabeza, porque el argentino sería pura alegría: abrió el pie y la clavó abajo del palito de helado de Gabriel Arias, representado por un resaltador verde.

El Pistu ladró satisfecho con el avance del trabajo. Si bien los de Talleres merecían el armado de nuevas jugadas por haber bombardeado a Racing, Marcela Muñiz decidió que se quedaría únicamente con los goles y que el resto se lo dejaría a la imaginación. Entonces se paró y se fue a buscar dos mostacillas amarillas para calzar a Matías Zaracho que, luego de que Iván Pillud rematase violentamente al arco y Guido Herrera diese un rebote, patearía recto y fuerte y, con la ayuda de un desvió en el árbol de juguete que hacía de Juan Cruz Komar, convertiría el 1-2 parcial.

Marcela Muñiz estaba concentradisima en su trabajo. Estaba contenta porque, a pesar de su cansancio, ya casi era hora del entretiempo, podría tomar aire o una copita de vino más. Pero un ladrido del Guaimarán le recordó por qué había puesto un mini sombrerito de pesca en el broche que hacía de Jonathan Menéndez. Dayro Moreno, que tenía granos de café por ojos para recordar sus orígenes, pateó y el resaltador Arias le dijo que no. Entonces, terco y persistente, encaró ante la marca de un broche negro y celeste, remató y otra vez el fibrón luminos le dijo que no. Pero dio rebote. Y pescó no más. El delantero con sombrero la empujó. 2-2 y a las duchas.

Marcela Muñiz aprovechó el parate para pensar en los objetos que precisaría. Miraba con cariño el resaltador amarillo gastado que hacía de Néstor Pitana. El silbato consistía en un azabache pequeñísimo atado con una cadenita muy finita. Era importante que el árbitro del encuentro pudiese cobrar.

Ya tenía los broches pintados. Le sacó el sombrero de mago a Matías Rojas y se lo colocó por un ratito a Nahuel Bustos, el 10 de Talleres. Pasa que tiró una diagonal y quedó en zona de peligro. Buscó en uno de sus cajones y le colocó un resorte pequeño en los empeines, del tamaño justo y necesario para que el delantero de 21 años la picase exquisitamente por arriba del resaltador, que dio un paso en falso como cuando un estudiante subraya de más en el apunte. Para ese entonces, el Kempes era una fiesta y Marcela Muñiz le había colocado luces navideñas blancas y azules. Cada vez que había un gol las prendía y le daba más vida a la hinchada. 3-2

Afuera de la cancha había un muñequito de traje con un sticker lila que lo envolvía para que no se confundiese con la camiseta de Racing. Era el Chacho Coudet, al que Marcela Muñiz le había colocado unas rueditas de un auto a cuerda para que se moviese de acá para allá, inquieto, como siempre. Molesto con el desarrollo y el resultado desfavorable, hizo ingresar al Churry Cristaldo en lugar de Marcelo Díaz, el broche con botines de mostacilla rosada que tenía una de sus patas lastimada.

Quedaba una jugadita más. Marcela Muñiz dejó que partiese el centro y, en vez de broche, usó un muñeco del avatar Aang, el niño calvo dominador de los cuatro elementos, para representar a Lisandro López. Lógicamente lo pintó de Racing y le dibujó una cinta de capitán. Saltó más alto que todos los broches y con la cabeza habilitó al Churry Cristaldo, que tenía en su tapita que hacía de cara unas cejas dibujadas en línea recta y hacia abajo, que daban a los ojos de engranajes de reloj una sensación de bronca acumulada y desahogo.

-GOOOOOOOOOOOL- Gritó Marcela Muñiz.

Lo miró al Pistu y exclamó:

-NOOOOOOOOO.

El Guaimarán se había babeado. Pero Marcela Muñiz no se enojó esta vez ni se derritió por la carita de culpa del can. Entendió que su obra había quedado bonita, a su compañero le gustaba. Miró el despiole y la mugre que tenía en el escritorio. Desbloqueó el celular y se deprimió: el reloj marcaba las dos menos veinte de la madrugada y ella había prometido levantarse a las seis para sacar el perro y ver juntos el amanecer. Agotada, se fue lentamente a la cama. Se puso su pijama y se acostó. Miró el techo de donde colgaban un millón de pajaritos de origami, los que velaban por ella y la protegían de las pesadillas. Puso la alarma, apagó la luz, saludó al Pistu y cerró los ojos. Lo había hecho otra vez. Les dio una nueva identidad a un montón de chucherías que las personas daban por olvidadas. Y consiguió que ese partido, que tantas emociones le transmitió, tuviese la oportunidad de vivir para siempre en aquellos objetos, los que nunca más estarían en peligro, porque el mundo de las cosas olvidadas no acepta invitados que tengan alguien que esté dispuesto a recordarlos.

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