La anciana del Irupé

La anciana del Irupé

En el Río Paraná vive una anciana sobre una hoja de Irupé. No sale de ahí. Le contaron que si tocaba el agua, esta le consumiría la piel. También le dijeron que todo lo que atravesase la circunferencia de su casita de suelo verde sería potable. Le explicaron que no necesitaba comida, pues sus raíces acuáticas nadan en busca de los minerales que necesita, ellas la cuidan. Le enseñaron que desde su lugar podía ver y entender el mundo, únicamente con su capacidad heredada de percibir al resto de los seres vivos. Cuando cuestionó sus limitaciones, fue educada en el arte de ver por debajo del río valiéndose de la totalidad del Irupé.

No conocía a otras como ella. Tampoco sabe con precisión cuándo y cómo llegó al mundo. Nunca pudo encontrar respuesta ni en los peces que nadan por debajo de su casita. El Dorado es un pez soberbio, cada vez que la anciana quiso acercarse con sus habilidades, el bichito brilló como el sol y la cegó. Con el Surubí tampoco tuvo suerte, es muy vanidoso. Como su piel no reluce tanto como sus escamas, el pez con manchitas de tigre no le presta atención. Con el pez Patí no la acompañó la fortuna, pero aunque sea se había tomado el trabajo de contestarle: “Yo no soy pa tí, tu no eres pa mí”, le había dicho.

De todas formas, a ella no le llamaban la atención los peces, pero, aunque sea, con su nado la esquivaban, para ellos existía. No como esos otros bichos que, para colmo, tenían parecidos con la anciana. Las manos, los ojos, la cara y hasta los pies. ¡Y el habla! La anciana los escuchaba e imitaba los sonidos que emanaban sus bocas. Los percibía telepáticamente por horas y horas tratando de entenderlos. Con el tiempo se dio cuenta de que no era necesaria una explicación y bastaba con sentir. Aquellos bichos sentían mucho y su mundo era muchísimo más grande que una hoja de Irupé. Cuando los llamaba, ni brillaban, no estaban ni cerca de no prestarle atención y menos que menos le respondían alguna pregunta, aunque la respuesta implicase no responder a la pregunta.

En el Río Paraná suele haber barcos. Luego de un análisis exhaustivo, la anciana se dio cuenta de que los bichos que la ignoraban venían por los peces. Tiraban un hilito con un ganchito y algo de comidita y los peces caían. Eran trampas sencillas y eficaces. A ella le dolía que se llevasen a sus amiguitos, los que la acompañaron desde antes de que fuese consciente de vivir en una hoja de Irupé. Cada vez que iban a pescar -así le puso a la actividad- ella les gritaba para que la viesen. Pero nada. Para la anciana eso era un castigo horrible, se sentía marginada y disminuida únicamente a su casita circular de color verde.

Pero no se rendía. Percibía sus conciencias y leía sus pensamientos. Era alocada la vida que llevaban. Poco verde, mucho material duro y rígido. Tenían unos aparatitos que les achicaban la visión del mundo. A la anciana le divertía el detalle porque no se sentía tan sola. Irupófonos les decía. Comían cosas de todos los colores, tomaban líquidos de distintas densidades que se amoldaban a recipientes diferentes, como las sensaciones que les causaban.

La actividad que más la cautivaba le quedaba bastante cerca. Era un esfuerzo telepático no tan potente, porque la fuerza que emanaba del lugar que contactaba le facilitaba el trabajo. Era un estadio, se llamaba Presbítero Bartolomé Grella, era la cancha de Patronato. No entendía bien en qué consistía pero, con el tiempo, se dio cuenta de que algo tenía que ser, porque los que la ignoraban se vestían uniformes, de rojo y negro. Aunque, lo más interesante y lo que no dejaba dormir a la anciana era el ritual que tenían semana a semana. Se reunían en torno a un rectángulo verde como su hojita de Irupé.

Eran 22 los que se movían en esa versión del Irupé. Nostalgia le generaba a la anciana, porque si bien estaban reducidos a esa porción de mundo, de afuera eran vistos y por dentro estaban juntos. Aparte, a los de rojo y negro los solían visitar seres de otros colores, como aquella tarde de sol en la que los invitados eran celestes y blancos. Los rivales, entendió ella. Se ponía triste porque los suyos hacían de anfitriones poco tiempo. Pero qué tiempo. Eran tantas las emociones que no podía percibirlas todas. Enojo, miedo, amor, ansiedad, nervios, dolor, alegría, aburrimiento y un montón más que ni siquiera tenían nombre.

Notó un profundo dolor en los rojinegros cuando el número 4 blanquiceleste pateó un objeto redondo y otro de sus compañeros, el 29, le dio un cabezazo y lo metió dentro de otro rectángulo con una red, como la de los pescadores. A su vez, escuchó una de las melodías más lindas que acariciaron sus oídos, porque mientras un lado tenía cara larga, el otro tenía cara ancha de alegría. Y había un tercero, carente de emociones, o por lo menos eso aparentaba, que tenía un juguetito que soplaba y hacía un ruido fuerte y penetrante que le hacía doler la cabeza. Marcaba los tiempos y los cortes. Era un sonido horrendo, pero con una capacidad asombrosa: indicaba el principio y el final de las cosas.

Había tres sonidos importantes. El pi inicial, el pi del medio y el pi final. El primero le llenaba el corazón de expectativas. El segundo le daba un respiro. El tercero le hacía doler. Porque el estadio empezaba a vaciarse y la anciana no entendía. ¿A dónde iban?¿No era peligroso salir del Irupé? Sin embargo se iban y al tiempo volvían. Eso la desconcertaba aún más.

La anciana también podía sentir mil cosas. Pero viendo a los bichos jugar su juego entendió que esas emociones no eran propias, eran de los demás. ¿Y su deseo? ¿Qué pasaba en su Irupé? ¿Por qué no había tanto como afuera y por qué ese Irupé rectangular eran tan fuerte? Los que corrían ahí estaban encerrados pero por un rato eran libres. Eran cárceles parecidas, pero la suya no funcionaba acorde a un sistema. Se sentía aislada, flotaba sola en el mundo.

Esa tarde, los de rojo y negro y los blancos y celestes le dieron fuerza. El empuje de los suyos, los de Paraná, la inspiraron. Según sus cálculos habían metido el coso redondo dos veces en los rectángulos con redes de pescadores. Una vez cada uno. Primero la visita, Racing se llamaban. Después, los anfitriones, que lucharon y, desde el piso, lo empujaron y cantaron la dulce melodía que tanto le gustaba a la anciana. Ella también cantó porque, además, le gustó que esta vez no haya sido un solo bicho el que dio el toque final, sino que conectaron entre el 34 y el 24, juntos construyeron el coro. Y se sorprendió cuando, a pocos minutos del pitido final, un pelado de celeste tocó el objeto y el único jugador rojinegro que podía usar las manos lo paró en seco, logrando que, sin entrar en el rectángulo, del estadio emanase un alivio de gol.

Piiiiiiiiiiiii piiiiiiiiiiiiiiiiiii piiiiiiiiiiii… La anciana se dio cuenta de que era la hora final. El Irupé rectangular se vaciaría llenándola de preguntas y debería esperar un tiempo no tan largo pero que le sería eterno para volver a analizar qué pasaba allí. Pero ese cierre fue diferente, porque el piso verde de su casita temblaba y el corazón no paraba de correr y agarrar cada vez más velocidad. La cabeza le daba vueltas, se cuestionaba el estar allí, se cuestionaba su existencia. Cuestionaba la existencia. ¿Por qué debería estancarse allí? Un miedo brutal la invadió y no la dejaba moverse, pero supuso que no era extraño. Estaba por cambiar su vida radicalmente, la expectativa, como aprendió con los pi de partida, volvía loco a los bichos.

Miró hacia el río. Vio su reflejo. Levantó la cabeza. Había un horizonte infinito. Miró hacia arriba. No había techo. Miró hacia abajo. Su hojita de Irupé. Miró a través de sus raíces. Millones de peces. Se paró. Vio el estadio sin la necesidad de la telepatía. Dio un paso. El reflejo del agua la miró acechante. Cerró los ojos. La mente quedó en blanco. Respiró hondo. Y saltó. El miedo se esfumó, la adrenalina le recorrió la sangre, ya no flotaba, volaba. Empezó a caer y se hundió en el agua. No despareció. Se quedó un rato bajo la superficie hasta que se dio cuenta de que no era capaz de respirar. Salió a tomar aire y extendió el cuello con la cabeza hacia arriba. Ya estaba. Acababa de lanzarse por un camino desconocido, el que cuestiona todo lo conocido. Abrió los ojos y miró hacia atrás. Ya no había una hoja verde. Sonrió. En el lugar que había ocupado por tanto tiempo, tanto que no sabía cuánto, había una flor blanca con detalles rojos. La flor del Irupé.

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