No hicieron falta palabras

No hicieron falta palabras

Lautaro estaba volviendo de Rosario para Buenos Aires manejando su Gol Power gris a las chapas. El sol ya se había ido y la ruta se veía únicamente por las luces de los autos. Y por la sonrisa que llevaba en la cara, claro. Racing acababa de empatar 1-1 con Rosario Central en el Gigante de Arroyito en un partido digno de infartos. Había sido superado ampliamente por el conjunto local, pero a él no se le podía quitar lo contento.

No, no era por haber visto a Diego Cocca otra vez, ese hombre que le dio semejante alegría en el 2014. El cruce de los dos entrenadores campeones lo tenía feliz pero tampoco era para tanto. Lautaro ya había alcanzado sus objetivos con esos dos tipos. Tenía en el living de su casa dos cuadritos, una foto con cada uno.

Ver a Racing siempre era una alegría para él, su cable a tierra, podría decirse. Esa actividad irracional que le permite ser racional en el resto de las cosas. Y ese domingo le había regalado algo bellísimo. En realidad, específicamente, el detalle lo tuvo Lisandro López, cuándo no. Iban perdiendo 1-0, la Academia estaba desconcertada. Entonces el capi tiró una pared con Alejandro Donatti, tocó y la fue a buscar al borde del área rosarina. Lautaro estaba sentado justo detrás de ese arco, infiltrado, no podía emitir ni un sonido porque, lastimosamente, su vida corría peligro entre los hinchas de amarillo y azul. Podía ver a Racing pero sin chistar. Tuvo que levantar la cabeza y seguir el recorrido de esa pelota flotada. Centro, no centro, qué importaba, allá iba disparado el balón que partió de aquella zurda que no lo sabía pero se convirtió, por un instante, en la herramienta fundamental del orfebre. Siguió el recorrido meticulosamente, el silencio era tal en el estadio que pudo escuchar los pausados latidos de su corazón, como si se detuviese el tiempo.

Pum. Palo y adentro. Se despertó de golpe, haciendo fuerza por no gritar. Y con los ojos abiertos como platos por la locura de parábola que acababa de ver, así como los tenía mientras manejaba en la ruta. Y se encontró con un tipo que lo estaba mirando. “Me descubrió”, pensó. Pero el muchacho, que varios minutos después supo que era llamado Javier, se llevó el dedo índice a los labios haciendo el gestito de la lechuza. Se dio cuenta: era otro hincha de Racing infiltrado en el Gigante de Arroyito. Le siguió el juego y los dos miraron a Lisandro López, que tampoco había gritado. Otro cómplice.

Lautaro volvió a mirarlo, Javier no estaba tan lejos en realidad. Le dio gracia, casi que se había caído en la mirada del loco por perseguir a la pelota con la vista. Hizo un arcoiris con los ojos y al final había encontrado al duende con el tesoro, era de verdad, no solo de cuento. Ya descubierto, se acercó un poco más al chico. Mejor de a dos que solos, sería más fácil aguantar las ganas de gritar por Racing. No hicieron falta palabras, se dispusieron a actuar de hinchas de Rosario Central.

El pitazo de Jorge Baliño que indicó el cierre de la primera etapa ni lo escucharon. O por lo menos Lautaro, que tampoco podía acordarse de lo que había hablado con Javier en el entretiempo. Había estado ocupado en los ojos negros como el cielo que rodeaba la ruta del tipo que acababa de conocer sin querer. Y en su corte de pelo con degradé a los costados. Y en su pecho ancho y firme. Y en sus pómulos marcados. Y en su cadenita de Racing, oculta pero presente.

Lautaro sintió una fuerte atracción por Javier en un segundo y no podía entender porqué. Lo ratificó en el segundo tiempo: vivieron un calvario. Gabriel Arias casi, pero casi, se convierte en villano después de hacer un penalazo que no se vio. Qué cosa el fútbol, porque después se convirtió en el héroe de los dos infiltraditos. Claro, no lo sabían todavía.

Poco tiempo después, pudo sentir cómo Javier contenía la respiración y no porque se estaban mirando. O sí, pero le pareció más probable que haya sido por la volada de Arias que le dijo que no al cabezazo potentísimo de Diego Novaretti. Sí que sintió los músculos trabajados de Javier cuando se agarraron sin querer las manos por el susto que les provocó el cabezazo al palo de Lucas Gamba, el mismo que en el primer tiempo la había mandado a guardar para Rosario Central. Tenía la cabeza borrosa, no se acordaba qué situación había sucedido primero. Sin embargo, tenía clarito y patente su contacto con Javier.

El partido no los dejaba tranquilos. Lo poco que habían hablado Lautaro no se lo acordaba por distraído y el segundo tiempo no los dejaba meter bocado. Se comunicaban por emociones, gestos y sensaciones. Soltaron una sonrisa de alivio para los rosarinos y de cómplices para ellos cuando el ingresado Matías Rojas puso un tiro libre al travesaño del rival.

No tuvieron que simular demasiado el dolor por Racing porque el club de sus amores no generó muchas ocasiones de peligro. Y si las tenían, habían decidido mirarse y listo, para evitar la tentación de gritar. Obvio, canalizaban por otro lado. Cada tanto los loquitos se relojeaban los labios. Estaban sumidos en un trance, un refugio dentro de otro. El que se encargaba de sacarlos de su locura era Ciro Rius, que los sumergía en otra porque los obligaba a improvisar actuaciones. A los 34 minutos, el santafesino pasó igual de rápido que el auto que acababa de adelantársele a Lautaro y tiró un centro que pudo haberles parado el corazón. Qué centro, un teledirigido a la cabeza de Matías Caruzzo que puso un testazo al travesaño ante la mirada atónita de Arias.

Se apretaron las manos fuerte, bien fuerte, un instante después, ni siquiera habían recuperado el aire del susto anterior. El arquero de Racing descolgó un centro y se la dejó servida a un jugador de Rosario Central. Ni Lautaro ni Javier pudieron reconocer al pateador por el julape que tenían. Bombazo abajo, Arias sin posibilidad de reaccionar. Y apareció Leo Sigali para que las pulsaciones volvieran a un punto estable. Bah, un poquito más cerca de lo recomendado como estable porque, agarrados de las manos, las tenían bastante altas.

Alrededor, los hinchas empezaban a sospechar de aquellos dos, pero Lautaro y Javier estaban tan sumidos en su fogoso mundo que no le dieron importancia. Y los rosarinos se olvidaros de ellos porque en el minuto 43, Agustín Allione desbordó por la izquierda, todo lo contrario a lo que pasó durante el partido, y le puso un centro quirúrgico a Diego Zabala, que quiso imitar la precisión de su compañero y definió a contrapierna de Arias. Tan exacto quiso ser que se la abrió de más y reventó el palo. Los infiltrados decidieron dejar de mirar el campo y de mirarse para insultar al cielo con los de amarillo y azul. Claro, para sus engañados era porque no había entrado, pero para ellos era un pedido de cese de sufrimiento.

Cuando pensaban que todo iba a quedar en empate, el partido les regaló otra oportunidad de fundirse juntos en un abrazo intenso. Arias acababa de descolgar un centro del colorado Gil que, segundos después, enganchó para adentro en el área grande y sacó un latigazo fuerte y abajo. Otra vez el chileno respondió bien. El casi villano fue el héroe. Y lo vieron todo todito detrás de ese arco.

Lautaro manejaba y pensaba en todo lo que había vivido en 90 minutos, estaba extenuado. Al final del partido, sintió que la despedida de Javier le iba a doler tanto como el tirón que sintió el Pulpo González sobre el final y que lo obligó a llorar en el carrito que lo levantó del césped.

Pero el fútbol es una cosa de locos. Cuando siguió con la vista el cartel que decía que estaba a 27 kilómetros de Buenos Aires, con el mismo movimiento de cogote que había hecho en el gol del empate de capitán, se encontró con los ojos de Javier, que lo miraban con gracia, magia y seducción en el asiento del copiloto. Él estaba poniendo la música, sonaba un tema del pibito Wos, “Melón Vino” creía que se llamaba, y en una parte decía: “Nuestra mirada es la fuerza más linda de todas”. Entonces, en ese relojeo pensó, llegó a una de esas conclusiones que cada tanto sacan los seres humanos cuando son felices o viven momentos críticos. Volvió a mirar a la ruta para no chocar y se dijo: “A veces, las cosas más lindas de la vida pasan como el gol del Licha López. De casualidad y sin querer”.

 

Por: Ivan Lorenz

 

 

CATEGORIES
Share This

COMMENTS

Wordpress (0)